Salta el Bogotá es la expresión que utiliza el artista Lázaro María Girón al referirse al río en este punto de su cauce. En el Tequendama, las aguas del río se desprenden por el abismo y chocan contra las piedras, 157 metros más abajo, dando inicio a la cuenca baja. Los viajeros del siglo XIX describen la caída como una mole, una masa, un trueno, un alud desprendido. En efecto, aquí el Bogotá parece desplegar toda su fuerza, la misma que trae en la memoria desde su nacimiento, pero también aquella capaz de anticipar la vitalidad que adquiere tras la caída. El viajero José María Gutiérrez de Alba decía que en el Salto el aspecto del río pasaba a ser más el de un río de leche que de agua.
En las mediciones recientes que se han hecho de la calidad del agua en la parte baja del Salto, el nivel de oxígeno disuelto llega a saturación, lo que significa que el río tiene los pulmones llenos de aire. La caída oxigena sus aguas y el río, de diferentes maneras, renace. Con más oxígeno, el río se autodepura. Asimismo, a partir de este punto que quiebra radicalmente su flujo, el río comienza a recibir las aguas de la cuenca baja, las cuales provienen de afluentes en su mayoría limpios. La densidad poblacional de esta parte de la cuenca es menor que la de las montañas del altiplano, lo que aligera la presión sobre el río y permite que su pulso se mantenga fuerte hasta su desembocadura.
Lo anterior no es insignificante. La desembocadura de un río es su segundo nacimiento. Así como en el páramo de Guacheneque el río nace de la lluvia que proviene de la cuenca del Orinoco y se choca contra la Cordillera Oriental, en el Salto del Tequendama el río se nutre del vapor de agua que se eleva desde el valle del Magdalena, donde desemboca, y se estrella contra el Escarpe Occidental de la sabana. Humboldt anotó: “Yo creo que no existe una caída de agua de esta altura por donde se precipite tanta agua y en la que se evapore tanta…uno ve el agua desaparecer en el aire”.